6.09.2010

Le decían Cachorro

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Ni siquiera se trataba de un mote simpático, más bien era un insulto dedicado a su habilidad: una destreza que ofendía. Cuerpo menudo y un poco encorvado; nunca miraba de frente y aunque lo hiciera, los rulos negros le tapaban los ojos. Cuando se mandaba al ataque era imposible adivinarle la intención. Parecía un caniche inquieto, de esos que las pitucas sacan a pasear por los barrios finos.

Le gustaba jugar acá, en la canchita de Lago del Bosque. A veces se lo llevaban los colectiveros de la 501 para los campeonatos del gremio; le pagaban y todo. Pero a él le gustaba jugar para el equipo del Lago. Sería porque ya lo habían empezado a respetar y eso lo estimulaba. Además, en los torneos cortos de los domingos sacaba de adentro toda la magia. Acá se floreaba el Cachorro. Hasta se venían de La Reja y de San Miguel a verlo; todos con su fajito de billetes para las apuestas.

Yo me la veía venir: la guita circulaba más que la cerveza, y a la larga eso no podía resultar en nada bueno. La moneda y la pelota no se llevan bien; tarde o temprano el deporte se empobrece. Como dicen los periodistas que saben: “Se apaga la llama olímpica”. Ojo, que no la voy de intelectual ni nada de eso. Algunas cosas las aprendí en la calle; otras... en los libros. Por lo demás, si me quedé en el barrio fue por vago, no por ignorante. Hasta pegué una materia en Filosofía y Letras allá por el 74. Y aunque no quiero chapear ni dármelas de sabiondo, acuerdesé de mis palabras: el día que desaparezca la esencia del potrero, será porque ya estará todo podrido.

Los problemas empezaron cuando los del fondo de La Perlita formaron equipo. No eran gran cosa, pero a la hora de meter pierna no se andaban con menudencias. Que se entienda bien, los del Lago, donde jugaba el Cachorro, no hacían fútbol femenino: cuando había que repartir, se repartía. O sea que no había ventaja para nadie.

En La Perlita jugaban Tito y Raúl Merino, paraguayos, hermanos de madre y con padres desconocidos. Tito mandaba en la línea de fondo y Raúl, cinco años más grande, era el típico nueve, hombre de área, goleador para más datos. Los dos trabajaban en un corralón de Paso del Rey, sobre la ruta siete. Se pasaban la semana cargando ladrillos en los camiones; tenían un estado físico envidiable, mucha resistencia y pocas pulgas.

Los domingos en los que se enfrentaban el Lago y La Perlita eran especiales, lo que se dice un clásico. El atractivo principal no estaba en los resultados abundantes y parejos, sino en las peleas que por culpa del Cachorro había entre los dos paraguas: aunque Raúl se cansaba de hacer goles, el Cachorro siempre hacía uno más. Así las cosas, La Perlita terminaba perdiendo todos los partidos por uno o dos tantos de diferencia, y el mayor de los Merino se la agarraba con Tito, el menor. Lo puteaba desde un extremo de la canchita y le recriminaba el no haberlo parado al Cachorro.

Tito, un poco por vergüenza y otro poco por subordinación futbolera, se mordía el labio inferior, agachaba la cabeza y se mandaba a mudar sin mirar a nadie. Había que estar en sus botines: no se trataba de que hubiera ahorrado esfuerzos en el intento de quebrarlo al Cachorro, sino de que el goleador de Lago del Bosque era un gambeteador nato. Fintas, bicicletas, sombreros y rabonas eran para el Cachorro acciones tan naturales como caminar o respirar. Como si fuera poco, a la habilidad había que sumarle los reflejos boxísticos de Nicolino Locche. Guadañas, paralíticas, codazos y planchas eran esquivados con un quiebre de cintura, un saltito o una leve inclinación hacia el costado. Y ahí, imparable, se escapaba rumbo al arco la estrella de Lago del Bosque, con los ojos tapados por los rulos y su cuerpito encorvado, dueño de la pelota y los goles. La gente se volvía loca... Como contrapartida estaba la tirantez entre los paraguas. Un cóctel peligroso. Mire, no sé si será la calle o los meses de formación académica, pero algo me hacía pensar que en cualquier momento podía ocurrir una desgracia.

No era yo el único agorero. Una vez el Gordo Cepeda le había dicho al Cachorro que se cuidara de los Merino. El Gordo era el dueño del terreno donde estaba la canchita y no quería que nada le estropease el negocio de las apuestas. Fue un domingo de abril, minutos antes del clásico. El Gordo le puso la mano en el hombro al Cachorro y se lo llevó aparte. Lo miró desde arriba y le pidió que aflojara con eso de ganar todos los partidos. También lo previno contra Raúl, el mayor de los Merino.

El Gordo tenía su genio, pero en el fondo era un sentimental; lástima que tenía dos vicios: el faso y la guita. Ese mismo domingo, desde la línea de cal, mientras todo el mundo aplaudía un gol del Cachorro, el Gordo dijo como lamentándose: “En este negocio hay muchas fulerías, y yo me las conozco todas..., al pibe lo van a terminar jodiendo”. Después pisó el pucho que acababa de tirar y agregó que al Cachorro lo quería como a un hijo. “Por eso lo prevengo contra el paragua grande; pero si no me escucha, dejó de ser mi problema”, sentenció antes de encender otro cigarrillo.
Se lo juro, me acuerdo como si lo estuviera viendo ahora. Ese mismo domingo, el último de abril, faltando cinco minutos para el final, Raúl Merino concretó un tres a tres que dejó a todos con el alma en la boca. Apenas un minuto más tarde, el propio Raúl se encargó de convertir el gol que podía darle a La Perlita su primer triunfo contra el Lago. El resultado no era definitivo; pero el Gordo me mostró una media sonrisa, como si él tuviera algo que ver con ese giro de la historia.
No hubo festejos; hasta un par de segundos eran una eternidad si el Cachorro estaba en el equipo contrario. Raúl bajó hasta el área, se acercó a Tito y le dijo algo que nadie pudo oír. Ni falta que hacía: por el rostro del mayor de los Merino, las palabras pudieron haber sido algo así como “si te quiere pasar, matalo”, o “si te pasa, te mato yo”. No había mucho más para elegir.
Quién sabe, quizá se trató de la presión, o por qué no de la destreza fenomenal del Cachorro. La cuestión fue que, casi un minuto después del gol de La Perlita, el crack de Lago del Bosque tomó la pelota, dejó en el camino a dos hombres, le hizo un caño al menor de los paraguas y sacó un remate al arco. Para ser más precisos: al ángulo superior izquierdo. Debajo del travesaño, con el buzo de Chilavert cinco talles más grande, un muchacho flaco y desgarbado se estiró a lo Navarro Montoya en un vuelo para la foto. Lástima que ese domingo ni el Chila ni el Mono anduvieron por la canchita: lo que pretendió ser la atajada del año terminó siendo el aletear desesperado de un mosquito alcanzado por el flit. Conclusión: cuatro a cuatro y un Raúl Merino que veía escapar el triunfo.

Cuarenta segundos después de la igualdad, tras un avance malogrado de La Perlita surgió el contraataque del Lago. Mortífera, la acción se tejió así: salida corta del arquero, una pared en la media luna; triangulación en el medio campo; cambio de banda con pase largo al Cachorro, y el pibe, medio encorvado sobre el lateral izquierdo, saca el centro hacia la cabeza de un compañero que espera en el segundo palo. De pronto, como diría Macaya en el análisis, el receptor no alcanzó a conectar porque antes se interpuso el frentazo de Tito..., con tanta mala suerte que el menor de los Merino convirtió contra su propia meta. Fatalidades que tiene el fútbol, habría concluido la sabiduría periodística de Macaya. Aunque para nosotros, aficionados que lo veíamos desde la línea de cal, se trató de un simple gol en contra. Eso sí, hay que reconocer que había sido un golazo; pero en contra. Usted me entiende, ¿no?

No hubo más tiempo, el partido terminó con un resultado que no hacía más que fortalecer una creencia popular: La Perlita nunca podría ganarle a Lago del Bosque. Si la cara es el reflejo del alma, el rostro de Raúl Merino era el purgatorio de todas las almas juntas... Desde lejos y con la serenidad de un juez a punto de emitir sentencia, clavó la vista en su hermano menor. Tito, apretando en los puños la impotencia, esquivó la mirada y empezó a correr hacia el centro de la canchita, donde los jugadores del Lago se abrazaban y festejaban.

El destinatario de la trompada fue el Cachorro. El golpe lo tomó desprevenido y por detrás. Fue un directo a la nuca que lo dejó tirado entre las piernas de sus compañeros. Enseguida, como suele ocurrir en estos casos, se armó un remolino de hombres que buscaban resguardar al caído. La furia del menor de los Merino se estiró por unos minutos, algo menos de lo que tardó el Cachorro en recuperar el conocimiento. Y si la cosa no pasó a mayores fue porque el Gordo se metió a separar con una Bersa calibre 32 debajo del cinturón, tapada por el pliegue de su abdomen. Usted va a decir que nadie veía la culata; pero todos sabíamos que la Bersa siempre estaba ahí.

Cuatro días después de la trifulca, la noticia corrió desde temprano por toda la zona. Qué quiere que le diga, yo me la veía venir; olor a tragedia había en el aire. Aquella mañana, en los almacenes no se hablaba de otra cosa y los choferes de la 501 se empezaron a pasar el dato de colectivo en colectivo, más preocupados por la falta de un goleador que por la desgracia de la víctima. Lo habían matado al Cachorro. Su cuerpo menudo y un poco encorvado había amanecido en el zanjón oscuro de una calle de tierra, con un boquete en la cabeza, los rulos endurecidos por la sangre seca y un perro lamiéndole la herida. A unos pocos metros encontraron la barra de metal; en un extremo tenía restos del marote del Cachorro y en el otro una empuñadura hecha con páginas de Crónica.

La policía no tardó en llegar al corralón donde estaban trabajando los Merino. Los hermanos quedaron detenidos y sólo faltaba saber cuál de los dos había sido el verdugo. Después de unos días, el primero en quedar libre fue Raúl, el mayor de los paraguas. La coartada de Tito era más débil: por ser soltero no pudo justificar con quién había pasado la noche. Pero al final también tuvieron que largarlo. Según se dijo, había contado de principio a fin la película de trasnoche que pasaron por canal 7 justo a la hora en que, de acuerdo con los científicos, le estaban rompiendo la cabeza al Cachorro.

Dos meses anduvieron los policías preguntando aquí y allá. Ni ellos se tragaron la historia de que los Merino no habían participado en el crimen. Como siempre, nada se pudo aclarar: la justicia es de tranco lento cuando de pobres se trata. Y el mundo sigue andando: los campeonatos cortos de los domingos en la canchita de Lago del Bosque no se interrumpieron ni siquiera por un minuto de silencio. Los paraguayos volvieron a jugar en el equipo de La Perlita y los del Lago se las rebuscan con un ex delantero del Midland. Pero no es lo mismo. Usted me va a saber interpretar: cuando el Cachorro se mandaba al ataque era otra cosa; el pibe había mamado la esencia del potrero.

A veces creo que el que menos lo extraña es el Gordo Cepeda. Justo él que decía que lo quería como a un hijo. Le cuento algo: el domingo pasado me confesó que el negocio de las apuestas andaba fenómeno gracias a que los triunfos estaban más repartidos. Y enseguida, sin que yo abriera la boca, se justificó: “Imaginate el quilombo que se armaría si en primera ganara siempre el mismo club. Se moría el fulbo”. Me lo dijo así nomás, sin culpa. Después dio una larga pitada al cigarrillo, hizo una mueca cómplice y con sus ojos taimados volvió a seguir la jugada en la canchita. Yo, sin querer pensar demasiado, me quedé mirando el perfil del Gordo, su media sonrisa maliciosa. No quedaban dudas, sin el Cachorro nada sería lo mismo. Y escúcheme bien: fue ahí, en ese preciso momento, cuando empecé a sentir que todo estaba podrido.
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Agustín Gribodo.-

3.19.2010

¿Literatura peronista?

(por Agustín Gribodo)
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. . .Hace ya unas cuantas décadas, Ernesto Sabato estableció una clasificación de la literatura tan tajante como indiscutible. El autor de Sobre héroes y tumbas instauró una frontera para todas aquellas obras escritas con pretensiones artísticas: a un lado del muro quedaba la literatura profunda, y del otro lado la literatura superficial.
. . .Hasta hoy, la contundencia de esa separación sigue pareciéndome la única capaz de inspirar confianza. No se trata de ignorar otras clasificaciones determinadas por características regionales, étnicas, etarias o de género. Pero la verdad es que, aun así, dentro de la literatura chilena, la femenina, la rioplatense o la de la generación española del 27, por citar sólo algunas, difícilmente haya una expresión uniforme y precisa respecto de voces, formas, tonos y criterios. Tanto es así que no sería descabellado afirmar que cada autor inaugura y acaba, en sí mismo, una literatura irrepetible. Por ende, podría hablarse del género Jorge Luis Borges o del género Eduardo Galeano, y así hasta el infinito.
. . .Tomemos por caso la generación del ochenta, denominación que agrupa a muchos escritores-políticos-militares argentinos, entre los que se encontraban los “adelantados” Domingo Faustino Sarmiento y Lucio V. Mansilla. Si bien la amalgama de esta generación excedía lo artístico, vale la pena detenerse en algunas cuestiones literarias: ¿De qué manera relacionar o reunir bajo el mismo paraguas obras tales como la pasatista Juvenilia, de Miguel Cané, y el determinismo cientificista de En la sangre, de Eugenio Cambaceres? Y también, ¿cuál es la poesía representativa de la generación del ochenta: la gauchesca de Rafael Obligado o la del sentido moderno de Carlos Guido y Spano?
. . .Evidentemente, si algo unió a los autores de la generación del ochenta fue su pertenencia a la clase dominante que manejó la política de la Argentina hacia 1880 y que tuvo por símbolo, aquel año, la confirmación de la ciudad de Buenos Aires como capital federal de la Nación. Este rasgo distintivo poco tuvo que ver con virtudes y defectos de una producción literaria que, en el sentido estrictamente artístico y en los dichos de Ricardo Rojas, fue “fragmentaria” debido a la falta de una línea orgánica de pensamiento.
. . .Este ejemplo debería llevar a reconsiderar si es válida la reunión de autores dentro de parámetros que no tengan como marco exclusivo factores literarios. Pues cualquier otro eje sobre el que se agrupe a escritores puede llevar a juicios forzados, cuando no a errores lamentables.

Literatura social y de elite

. . .En esta línea de razonamiento, y como ha sucedido con la pléyade argentina de 1880, para no pocos estudiosos es un despropósito que se considere a la política entre las variables que determinan una generación de escritores. Causa esencial de este reparo es que toda obra literaria alcanza la jerarquía de obra artística gracias a su condición polisémica, es decir, su multiplicidad de lecturas e interpretaciones. Y es sabido que, contrariamente a lo que acontece con el arte, el mensaje político es unívoco y puntual.
. . .Al respecto, y para no atentar contra la diversidad de lecturas que requiere una obra literaria, si se quisiera incorporar la política al terreno de las clasificaciones sólo deberían admitirse dos grandes grupos: el primero como afirmación de la existencia de una voluntad política dentro del arte; el segundo como la negación de esa posibilidad. Estas dos grandes categorías son la literatura social y la literatura de elite (o sea, aquella que toma al arte como un fin en sí mismo).
. . .Si se quisiera ir más allá de estos dos grandes grupos nos podríamos encontrar con algunas contradicciones. En primer lugar, ¿cómo se determina que una obra literaria con intenciones sociales pertenece a tal o cual tendencia política (llámese marxista o peronista, por citar sólo dos etiquetas)? Además, una obra literaria que declama explícitamente su afinidad con alguna tendencia política (cualquiera que ésta sea) no estaría haciendo otra cosa que alejarse de la condición polisémica que se le exige a toda obra de arte. Si esto ocurriera, podría caerse, por ejemplo, en las “moralejas” del realismo socialista, donde los personajes son totalmente buenos o totalmente malos, o en la poesía panfletaria o, incluso, en las novelas de “encendido fervor reivindicativo”, tan obvias y predecibles.
. . .Pero también, ¿cuál es la condición que otorga a una obra literaria el calificativo de “peronista”? ¿Que contenga como tema a la justicia social? ¿Que trate sobre alguno o algunos de los hechos históricos que tuvieron que ver con el desarrollo del peronismo? ¿Que refiera a Juan Domingo Perón o a Eva Duarte?
. . .Para intentar un ligero examen sobre estas preguntas podría decirse en primer lugar que El vientre de París, de Émile Zola; El mundo es ancho y ajeno, del peruano Ciro Alegría; Los miserables, de Victor Hugo, y hasta nuestro Martín Fierro, de José Hernández, abordan el tema de la injusticia social y, por ende, plantean la necesidad de la justicia social. Y no está de más señalar que libros sagrados, como la Biblia, también se ocupan de esa cuestión, con lo que puede comprobarse fácilmente que el tema social no es patrimonio de un movimiento o partido político, sino un tema universal y bastante antiguo.
. . .En segundo término y respecto de la inclusión de personalidades históricas, vale la pena aclarar que ni la mención de personajes ni el registro de la novela histórica garantizan la pertenencia a un movimiento o partido político. De ser así, Tomás Eloy Martínez, con La novela de Perón y Santa Evita, debería ser el abanderado de la literatura peronista. Ni siquiera Osvaldo Soriano, quien dejó en No habrá más penas ni olvido una alegoría tragicómica de la lucha que desangró al peronismo en los años setenta, aceptaría que una de sus obras fuera incluida en un posible corpus del género “peronista”.
. . .Aún más, hay obras de autores simpatizantes o militantes del peronismo que si quedaran restringidas al marco de una “literatura peronista” perderían esa proyección social que las gestó y que excede ampliamente una ideología determinada y una etapa histórica de la Argentina. Pienso en el caso de Cabecita negra, de Germán Rozenmacher, cuento que apunta a la discriminación en el sentido más extenso y nefasto. Y que alcanza su mayor hondura cuando el señor Lanari, personaje de clase media alta creado por Rozenmacher, descubre en su razonamiento que es el miedo la verdadera razón de su rechazo a los “cabecitas negras”: “«La fuerza pública», dijo, «tenemos toda la fuerza pública y el ejército», dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”.
. . .Del mismo modo que Cabecita negra supera el rótulo de “peronista” para indagar acerca de un odio atávico y visceral que muchos hombres sienten por quienes consideran distintos de ellos, El matadero, de Esteban Echeverría, no es simplemente un relato unitario o antirrosista. Y Casa tomada, de Julio Cortázar, no puede ser considerado un cuento antiperonista y nada más. Y ningún crítico se animaría a catalogar El juguete rabioso, de Roberto Arlt, como “novela policial” por el solo hecho de que en ella se narran algunos delitos y hay una delación.
. . .Nadie, definitivamente, se atrevería a tamañas simplificaciones porque la literatura es algo más que rótulos, o al menos a eso aspira la literatura profunda de la que hablaba Sabato.

“Yo siempre fui peronista”

. . .Si se tomara, en cambio, una gran cantidad de libros de investigación histórica y periodística (incluyo entre ellos Operación masacre, obra con la que Rodolfo Walsh inauguró la true story local), se podría hablar del género político, y hasta peronista, en el campo del ensayo. Pero la literatura, la que busca la expresión alegórica de la realidad, tiene el deber de apuntar a la diversificación de los significados, es decir, a las realidades posibles.
. . .Tal vez por esta razón es que una de las mejores interpretaciones del peronismo fue escrita en una obra de ficción y no en los sesudos análisis de los estudiosos. Me refiero a una pequeña frase escrita por Osvaldo Soriano en No habrá más penas ni olvido. Ante la acusación de “bolche”, Soriano sintetiza a través de la voz del personaje sospechado: “Pero si yo siempre fui peronista..., nunca me metí en política”.
. . .Con esta frase de apenas once palabras, y gracias a la magia de la literatura, puede entenderse el indefinido e indefinible fenómeno que hace del peronismo algo más cercano al sentimiento que a la razón. Y No habrá más penas ni olvido es muchísimo más que una novela “peronista” (etiqueta con la que no estaría de acuerdo Soriano), es nada más y nada menos que una radiografía irónica y aguda de la sociedad argentina. Por eso es que de ningún modo la literatura podría pertenecerle al peronismo, al marxismo, al socialismo o a la Unión Cívica Radical; pues si eso ocurriera, la literatura se convertiría en otra cosa; en algo menos ambicioso; algo, incluso, menos subversivo y menos eficaz como herramienta política.
. . .Quizá el mejor ejemplo de lo que pretende expresarse en este artículo se encuentre en las páginas escritas por Franz Kafka. El autor checo prácticamente no ha volcado en sus libros alusiones políticas o sociales; sin embargo, no existe obra en la que mejor se perciban la opresión de los sistemas totalitarios y el sufrimiento de los seres sometidos a la injusticia. Recuérdese si no El castillo y El proceso. Y qué hay de los hombres que dejan de ser útiles a la estructura económica a la que sirven y padecen el ostracismo y la discriminación, como el caso de Gregorio Samsa en La metamorfosis.
. . .Kafka no adhirió a ninguna corriente política; y si lo hizo, trató de que no se notara en sus cuentos y novelas. Aun así, construyó una de las obras más perturbadoras de la literatura universal, una obra capaz de compartir, sin acudir a rótulos, lecturas existencialistas y políticas. Si el objetivo de un escritor es cambiar el mundo, debería tenerse presente que los rótulos limitan; salirse de ellos debería ser la aspiración de todo aquel que pretenda profundidad en sus obras literarias. En esa hondura y no en otra cosa es donde se encuentra el factor inquietante que transformará al lector.
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11.30.2009

Puntos de venta de "El tiempo mata", novela de Agustín Gribodo

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* Zona Oeste - PADUA: Atenea / Mendiluce 183 / (0220) 486-6222
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* Zona Sur - GUERNICA: Libros & Chocolate / Calle 7 N° 86 / laene@argentina.com (envíos a domicilio a cualquier parte del país).
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* A través de Ediciones de la Cultura: http://edicionesdelacultura.blogspot.com/


Reseñas y críticas sobre "El tiempo mata", novela de Agustín Gribodo

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adn (diario La Nación - Buenos Aires)
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"Tal vez si hubiera sido un poco más cobarde [...], apenas lo suficiente como para mantenerme lejos, nada de esto habría pasado...", piensa Gustavo, el protagonista de El tiempo mata, novela corta de Agustín Gribodo que obtuvo la Segunda Mención en el Premio Bienal Federal 2008 correspondiente a ese género.
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Mientras es esposado por la policía, Gustavo se lamenta por los dos días que han precedido al "hecho aberrante de un crimen -el que había cometido-". Después de veinte años de ausencia, había vuelto al hogar a reunirse con sus hermanos Ernesto, Marta y Ariel, luego del fallecimiento de su madre.
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Gribodo planta la intriga en las primeras páginas, pero no da a conocer el nombre de la víctima ni el motivo o los detalles de su muerte hasta el final. En el medio expone, de manera directa y descarnada, la serie de situaciones que han desencadenado la tragedia.
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Uno de los nudos del argumento se centra en el conflicto que enfrenta a los hermanos. Ernesto y Ariel se proponen vender la casona familiar. En cambio Marta, una mujer soltera que consagró su vida al cuidado de sus padres, se opone terminantemente porque quiere seguir viviendo allí. De un lado y del otro tironean al cuarto hermano para que apoye una de las dos posiciones. En ese clima de discordia, matizado por viejos rencores del pasado, recrudece el doloroso desarraigo de Gustavo, que no se siente "parte de ninguna familia". Una caminata por el barrio, las fugaces conversaciones con un ex compañero de estudios y una antigua novia acrecientan esa sensación.
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La nouvelle sugiere, por medio de un incidente, la razón que puede haber determinado ese destierro voluntario. Quizá no sea una sola, sino varias. Por eso, en lugar de enfocar una luz clínica sobre el perfil emocional del protagonista, el autor prefiere sumirlo en una penumbra ambivalente en la que oscilan la culpa por un alejamiento asumido como una fuga y el arrepentimiento por un regreso que se revela como una trampa.

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Rubén Sacchi (director de la revista Lilith - blog DesmenuzArte Mejor )
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Jacinto Benavente escribió: “En cuestión de árboles genealógicos es más seguro andarse por las ramas que atenerse a las raíces” y muchas veces es así, una familia puede integrarse de perfectos desconocidos o disputar despiadadamente una herencia, como quien apuesta en la ferocidad de los mercados.
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Un caserón, cuatro hermanos. Cada uno llevó una vida diferente, pero una fotografía los junta en otra época, inconfundiblemente, dentro del mismo marco. Cuatro vidas con sus visiones particulares del futuro, distintas necesidades y proyectos.
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En ese escenario y entre esos personajes se desarrolla la novela de Agustín Gribodo, que obtuvo una Mención en el Premio Bienal 2008, del Consejo Federal de Inversiones. Una historia que trueca del drama familiar al policial negro. Con una prosa atrapante, nos muestra el nivel de alienación en que puede caer un ser humano cuando su vida se circunscribe a un solo objetivo, y su universo, que podía aparecer como amplio y contenedor, puede desaparecer de un día para el otro, como lo representa el sarcasmo de su principal personaje, Gustavo: “Serás lo que puedas ser o no serás nada”.
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Julio Riccardi (CarteleraTeatroff)
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Con un suave desplazamiento recorremos en un breve lapso la lectura de El tiempo mata, novela del escritor Agustin Gribodo y 2a. Mención en el Premio Bienal Federal 2008. Con una publicación de Ediciones de la Cultura, acompaña la presentación un trabajo de tapa del fotógrafo paranaense Roberto Giusti.
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Con detalles muy precisos, el autor nos conduce, por un camino amigable, a situaciones y acciones reconocibles de nuestra identidad, partiendo desde el “final” (primer capítulo) que da comienzo a una lectura ininterrumpida.
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Gribodo dibuja con su escritura las distintas situaciones (símil a una historieta, cuadro a cuadro) y vamos adoptando el mundo de los personajes muy bien delineados en cuerpo y alma. Un posible director cinematográfico diría: Es el argumento ideal para un largometraje policial "nuestro", de acá..., no de allá.
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El detalle es una constante del escritor Agustín Gribodo .
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Juan Alberto Núñez (revista digital El portal de Morón)

Saber contar, dar con la forma de subyugar al lector, de atrapar su atención, no es algo fácil de lograr, salvo que la intención sea seducir al mismo con asuntos de fácil digestión mental. Agustín Gribodo, poeta, crítico, cuentista, ensayista, artista plástico, premiado en no pocas ocasiones dentro y fuera del país, suma en esta oportunidad a su obra, una novela corta: El tiempo mata.
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Es sabido que uno siempre vuelve, y cree hacerlo a ese mundo que llevamos en nuestro recuerdo, pero, en no pocas ocasiones, nos damos de narices con lo que el gran Discepolín definiría como una “fiera venganza la del tiempo”. Y es precisamente a ese tiempo impiadoso que el autor apela para introducirnos en los desmadres de una pequeña familia, y el retorno de un personaje que rumia la crueldad de una realidad que él no puede dejar de considerar como distante, extraña.
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Es, además, la trama de una antigua culpa que serpentea entre las mezquindades, los reproches y rencores de los dueños de un solar pueblerino y su venta. El autor enriquece ese tejido social enmarañado con un lenguaje convincente, al que le añade un tono enigmático que condice con el trámite policial requerido por la historia. Pero lo problemático de la misma, el nudo que desencadena los hechos es, para quien esto escribe, ese retorno, el regreso a un presente que ya no es el esperado, y en el que, tal vez inconscientemente, el protagonista, llevado por una culpa irresuelta, intenta salvar con la muerte.
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Decir que Gribodo maneja con solvencia los hilos de la historia, y logra que el lector viva esas inquietantes circunstancias que conllevan a un crimen quizás absolutorio, es, por cierto, no sólo un hecho loable, al que le anexa -astucia del autor- un interrogante cuya respuesta va a estar en cada uno de nosotros.
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Alberto Lago (blog Ego_Sum; España)
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El tiempo mata es la primera novela de Agustín Gribodo. Novela “breve” como el tiempo, señala –no sin cierta ironía– el autor en la dedicatoria inicial de la misma; “breve” si tenemos en cuenta ese afán de clasificar que consiste en encasillarlo todo dentro de una determinada categoría –como si le diera una determinada legitimación–; “breve” pero atemporal.
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Escrita con un lenguaje preciso y elaborado, no deja cabida a circunloquios, como no podía ser de otro modo si tenemos en cuenta el tema, que como muy bien señala Federico Jeanmaire en la contratapa del libro, "se mueve entre el género policial y el drama policial".
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Una novela angustiosamente cotidiana en la cual Gribodo nos muestra, con maestría, que no hay nada más negro que nuestro propio yo y lo que le rodea, y en la que por otra parte –con gran capacidad de análisis y síntesis– nos señala el corazón del libro desde la primera página haciendo honor al psicoanálisis y citando a Scott Fitzgerald: “Hay otro tipo de golpes que vienen de adentro y que uno no nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo, hasta que se da cuenta definitivamente de que, en cierto sentido, ya no volverá a ser un hombre tan sano”.
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Una magnífica novela.
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9.20.2009

"El tiempo mata", novela de Agustín Gribodo (comienzo)

. . .A pesar de los confusos movimientos a su alrededor, Gustavo tuvo la claridad suficiente para relacionar el hecho aberrante de un crimen –el que él había cometido– con la presión de la mano que le apretaba el brazo. Comprendió que el hombre que lo sujetaba tenía la fuerza necesaria para golpearlo, y que lo haría con placer si la ley se lo permitiera. Ya no valía la pena darle vueltas al asunto, pero le echó la culpa a su decisión de regresar. “Tal vez si hubiera sido un poco más cobarde –pensó–, apenas lo suficiente como para mantenerme lejos, nada de esto habría pasado...”
. . .El movimiento brusco del policía puso fin a las suposiciones de Gustavo. El tirón logró que las esposas lastimaran sus muñecas. No podía escapar ni quería hacerlo. La fuerza de ese desconocido con uniforme lo hizo sentirse realmente peligroso.
. . .Antes de sacarlo de la casona le cubrieron la cabeza con una toalla. Alguien lo tomó por la nuca y lo obligó a inclinarse levemente. La puerta se abrió y el aire sofocante del mediodía empezó a mezclarse con los insultos de los vecinos más exaltados. El policía que le apretaba el brazo volvió a tironear, esta vez con una violencia que hizo que Gustavo trastabillara. Dos hombres, uno a cada lado, lo llevaron en vilo por la vereda. Las acciones fueron simultáneas: la puerta trasera del patrullero aún no había sido abierta del todo y él ya se encontraba en medio del asiento, aprisionado por sus dos ángeles de la guarda. Quedó prácticamente sentado sobre sus propias manos.
. . .El ruido del motor neutralizó los gritos de los vecinos y el chirriar de los neumáticos puso una distancia saludable entre Gustavo y su historia, o esa versión de la vida que va quedando atrás. Por fin le quitaron la toalla de la cabeza.
. . . –Agarrá por Lamadrid que hay menos pozos –dijo el que se encontraba a la derecha del asesino.
. . . –Si te la bancás, yo no tengo problema... –alardeó el que manejaba, al tiempo que pisaba el acelerador y tomaba la curva con espectacularidad.
. . . –Pará, boludo; a ver si Aníbal se pierde y después llegamos a destiempo –intervino el agente de los tirones, que estaba a la izquierda de Gustavo.
. . . –Ése se perdió cuando nació –dijo el amante del turismo carretera antes de mirar por el espejo retrovisor–... No te preocupés, ahí está.
. . .El policía de los tirones trató de girar sobre sí. Miró hacia atrás y comprobó que el auto de apoyo los seguía. Gustavo soportó resignado el peso y la presión de ese hombre que estaba empecinado en mortificarlo. Sobrellevó la situación con frialdad y advirtió que su espíritu se encontraba muy lejos, tanto como para permanecer indiferente a los gestos de quienes lo acompañaban. Antes que la dudosa protección de los hombres que lo rodeaban en el interior del patrullero hubiese preferido la indignación de los vecinos, con sus gritos anónimos y masificados. Hubiera sido mejor morir en un improvisado linchamiento, pensó.
. . . –Se está haciendo de noche, ¿no? –preguntó al aire el que manejaba. Lo hizo para llamar la atención mientras buscaba en el espejo retrovisor la cara de Gustavo.
. . .El otro hombre que estaba en el asiento delantero giró la cabeza para ver el rostro cansado del asesino. Gustavo le sostuvo la mirada: vio los lentes oscuros, el bigote ancho y el chicle que oscilaba en la boca entreabierta. Se estudiaron por un momento; después el policía volvió la vista hacia adelante:
. . . –Y parece que va a ser larga... –contestó tras un silencio no muy prolongado. Para remarcar el sarcasmo, observó a través del parabrisas el cielo despejado del mediodía.
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