9.20.2009

"El tiempo mata", novela de Agustín Gribodo (comienzo)

. . .A pesar de los confusos movimientos a su alrededor, Gustavo tuvo la claridad suficiente para relacionar el hecho aberrante de un crimen –el que él había cometido– con la presión de la mano que le apretaba el brazo. Comprendió que el hombre que lo sujetaba tenía la fuerza necesaria para golpearlo, y que lo haría con placer si la ley se lo permitiera. Ya no valía la pena darle vueltas al asunto, pero le echó la culpa a su decisión de regresar. “Tal vez si hubiera sido un poco más cobarde –pensó–, apenas lo suficiente como para mantenerme lejos, nada de esto habría pasado...”
. . .El movimiento brusco del policía puso fin a las suposiciones de Gustavo. El tirón logró que las esposas lastimaran sus muñecas. No podía escapar ni quería hacerlo. La fuerza de ese desconocido con uniforme lo hizo sentirse realmente peligroso.
. . .Antes de sacarlo de la casona le cubrieron la cabeza con una toalla. Alguien lo tomó por la nuca y lo obligó a inclinarse levemente. La puerta se abrió y el aire sofocante del mediodía empezó a mezclarse con los insultos de los vecinos más exaltados. El policía que le apretaba el brazo volvió a tironear, esta vez con una violencia que hizo que Gustavo trastabillara. Dos hombres, uno a cada lado, lo llevaron en vilo por la vereda. Las acciones fueron simultáneas: la puerta trasera del patrullero aún no había sido abierta del todo y él ya se encontraba en medio del asiento, aprisionado por sus dos ángeles de la guarda. Quedó prácticamente sentado sobre sus propias manos.
. . .El ruido del motor neutralizó los gritos de los vecinos y el chirriar de los neumáticos puso una distancia saludable entre Gustavo y su historia, o esa versión de la vida que va quedando atrás. Por fin le quitaron la toalla de la cabeza.
. . . –Agarrá por Lamadrid que hay menos pozos –dijo el que se encontraba a la derecha del asesino.
. . . –Si te la bancás, yo no tengo problema... –alardeó el que manejaba, al tiempo que pisaba el acelerador y tomaba la curva con espectacularidad.
. . . –Pará, boludo; a ver si Aníbal se pierde y después llegamos a destiempo –intervino el agente de los tirones, que estaba a la izquierda de Gustavo.
. . . –Ése se perdió cuando nació –dijo el amante del turismo carretera antes de mirar por el espejo retrovisor–... No te preocupés, ahí está.
. . .El policía de los tirones trató de girar sobre sí. Miró hacia atrás y comprobó que el auto de apoyo los seguía. Gustavo soportó resignado el peso y la presión de ese hombre que estaba empecinado en mortificarlo. Sobrellevó la situación con frialdad y advirtió que su espíritu se encontraba muy lejos, tanto como para permanecer indiferente a los gestos de quienes lo acompañaban. Antes que la dudosa protección de los hombres que lo rodeaban en el interior del patrullero hubiese preferido la indignación de los vecinos, con sus gritos anónimos y masificados. Hubiera sido mejor morir en un improvisado linchamiento, pensó.
. . . –Se está haciendo de noche, ¿no? –preguntó al aire el que manejaba. Lo hizo para llamar la atención mientras buscaba en el espejo retrovisor la cara de Gustavo.
. . .El otro hombre que estaba en el asiento delantero giró la cabeza para ver el rostro cansado del asesino. Gustavo le sostuvo la mirada: vio los lentes oscuros, el bigote ancho y el chicle que oscilaba en la boca entreabierta. Se estudiaron por un momento; después el policía volvió la vista hacia adelante:
. . . –Y parece que va a ser larga... –contestó tras un silencio no muy prolongado. Para remarcar el sarcasmo, observó a través del parabrisas el cielo despejado del mediodía.
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