6.09.2010

Le decían Cachorro

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Ni siquiera se trataba de un mote simpático, más bien era un insulto dedicado a su habilidad: una destreza que ofendía. Cuerpo menudo y un poco encorvado; nunca miraba de frente y aunque lo hiciera, los rulos negros le tapaban los ojos. Cuando se mandaba al ataque era imposible adivinarle la intención. Parecía un caniche inquieto, de esos que las pitucas sacan a pasear por los barrios finos.

Le gustaba jugar acá, en la canchita de Lago del Bosque. A veces se lo llevaban los colectiveros de la 501 para los campeonatos del gremio; le pagaban y todo. Pero a él le gustaba jugar para el equipo del Lago. Sería porque ya lo habían empezado a respetar y eso lo estimulaba. Además, en los torneos cortos de los domingos sacaba de adentro toda la magia. Acá se floreaba el Cachorro. Hasta se venían de La Reja y de San Miguel a verlo; todos con su fajito de billetes para las apuestas.

Yo me la veía venir: la guita circulaba más que la cerveza, y a la larga eso no podía resultar en nada bueno. La moneda y la pelota no se llevan bien; tarde o temprano el deporte se empobrece. Como dicen los periodistas que saben: “Se apaga la llama olímpica”. Ojo, que no la voy de intelectual ni nada de eso. Algunas cosas las aprendí en la calle; otras... en los libros. Por lo demás, si me quedé en el barrio fue por vago, no por ignorante. Hasta pegué una materia en Filosofía y Letras allá por el 74. Y aunque no quiero chapear ni dármelas de sabiondo, acuerdesé de mis palabras: el día que desaparezca la esencia del potrero, será porque ya estará todo podrido.

Los problemas empezaron cuando los del fondo de La Perlita formaron equipo. No eran gran cosa, pero a la hora de meter pierna no se andaban con menudencias. Que se entienda bien, los del Lago, donde jugaba el Cachorro, no hacían fútbol femenino: cuando había que repartir, se repartía. O sea que no había ventaja para nadie.

En La Perlita jugaban Tito y Raúl Merino, paraguayos, hermanos de madre y con padres desconocidos. Tito mandaba en la línea de fondo y Raúl, cinco años más grande, era el típico nueve, hombre de área, goleador para más datos. Los dos trabajaban en un corralón de Paso del Rey, sobre la ruta siete. Se pasaban la semana cargando ladrillos en los camiones; tenían un estado físico envidiable, mucha resistencia y pocas pulgas.

Los domingos en los que se enfrentaban el Lago y La Perlita eran especiales, lo que se dice un clásico. El atractivo principal no estaba en los resultados abundantes y parejos, sino en las peleas que por culpa del Cachorro había entre los dos paraguas: aunque Raúl se cansaba de hacer goles, el Cachorro siempre hacía uno más. Así las cosas, La Perlita terminaba perdiendo todos los partidos por uno o dos tantos de diferencia, y el mayor de los Merino se la agarraba con Tito, el menor. Lo puteaba desde un extremo de la canchita y le recriminaba el no haberlo parado al Cachorro.

Tito, un poco por vergüenza y otro poco por subordinación futbolera, se mordía el labio inferior, agachaba la cabeza y se mandaba a mudar sin mirar a nadie. Había que estar en sus botines: no se trataba de que hubiera ahorrado esfuerzos en el intento de quebrarlo al Cachorro, sino de que el goleador de Lago del Bosque era un gambeteador nato. Fintas, bicicletas, sombreros y rabonas eran para el Cachorro acciones tan naturales como caminar o respirar. Como si fuera poco, a la habilidad había que sumarle los reflejos boxísticos de Nicolino Locche. Guadañas, paralíticas, codazos y planchas eran esquivados con un quiebre de cintura, un saltito o una leve inclinación hacia el costado. Y ahí, imparable, se escapaba rumbo al arco la estrella de Lago del Bosque, con los ojos tapados por los rulos y su cuerpito encorvado, dueño de la pelota y los goles. La gente se volvía loca... Como contrapartida estaba la tirantez entre los paraguas. Un cóctel peligroso. Mire, no sé si será la calle o los meses de formación académica, pero algo me hacía pensar que en cualquier momento podía ocurrir una desgracia.

No era yo el único agorero. Una vez el Gordo Cepeda le había dicho al Cachorro que se cuidara de los Merino. El Gordo era el dueño del terreno donde estaba la canchita y no quería que nada le estropease el negocio de las apuestas. Fue un domingo de abril, minutos antes del clásico. El Gordo le puso la mano en el hombro al Cachorro y se lo llevó aparte. Lo miró desde arriba y le pidió que aflojara con eso de ganar todos los partidos. También lo previno contra Raúl, el mayor de los Merino.

El Gordo tenía su genio, pero en el fondo era un sentimental; lástima que tenía dos vicios: el faso y la guita. Ese mismo domingo, desde la línea de cal, mientras todo el mundo aplaudía un gol del Cachorro, el Gordo dijo como lamentándose: “En este negocio hay muchas fulerías, y yo me las conozco todas..., al pibe lo van a terminar jodiendo”. Después pisó el pucho que acababa de tirar y agregó que al Cachorro lo quería como a un hijo. “Por eso lo prevengo contra el paragua grande; pero si no me escucha, dejó de ser mi problema”, sentenció antes de encender otro cigarrillo.
Se lo juro, me acuerdo como si lo estuviera viendo ahora. Ese mismo domingo, el último de abril, faltando cinco minutos para el final, Raúl Merino concretó un tres a tres que dejó a todos con el alma en la boca. Apenas un minuto más tarde, el propio Raúl se encargó de convertir el gol que podía darle a La Perlita su primer triunfo contra el Lago. El resultado no era definitivo; pero el Gordo me mostró una media sonrisa, como si él tuviera algo que ver con ese giro de la historia.
No hubo festejos; hasta un par de segundos eran una eternidad si el Cachorro estaba en el equipo contrario. Raúl bajó hasta el área, se acercó a Tito y le dijo algo que nadie pudo oír. Ni falta que hacía: por el rostro del mayor de los Merino, las palabras pudieron haber sido algo así como “si te quiere pasar, matalo”, o “si te pasa, te mato yo”. No había mucho más para elegir.
Quién sabe, quizá se trató de la presión, o por qué no de la destreza fenomenal del Cachorro. La cuestión fue que, casi un minuto después del gol de La Perlita, el crack de Lago del Bosque tomó la pelota, dejó en el camino a dos hombres, le hizo un caño al menor de los paraguas y sacó un remate al arco. Para ser más precisos: al ángulo superior izquierdo. Debajo del travesaño, con el buzo de Chilavert cinco talles más grande, un muchacho flaco y desgarbado se estiró a lo Navarro Montoya en un vuelo para la foto. Lástima que ese domingo ni el Chila ni el Mono anduvieron por la canchita: lo que pretendió ser la atajada del año terminó siendo el aletear desesperado de un mosquito alcanzado por el flit. Conclusión: cuatro a cuatro y un Raúl Merino que veía escapar el triunfo.

Cuarenta segundos después de la igualdad, tras un avance malogrado de La Perlita surgió el contraataque del Lago. Mortífera, la acción se tejió así: salida corta del arquero, una pared en la media luna; triangulación en el medio campo; cambio de banda con pase largo al Cachorro, y el pibe, medio encorvado sobre el lateral izquierdo, saca el centro hacia la cabeza de un compañero que espera en el segundo palo. De pronto, como diría Macaya en el análisis, el receptor no alcanzó a conectar porque antes se interpuso el frentazo de Tito..., con tanta mala suerte que el menor de los Merino convirtió contra su propia meta. Fatalidades que tiene el fútbol, habría concluido la sabiduría periodística de Macaya. Aunque para nosotros, aficionados que lo veíamos desde la línea de cal, se trató de un simple gol en contra. Eso sí, hay que reconocer que había sido un golazo; pero en contra. Usted me entiende, ¿no?

No hubo más tiempo, el partido terminó con un resultado que no hacía más que fortalecer una creencia popular: La Perlita nunca podría ganarle a Lago del Bosque. Si la cara es el reflejo del alma, el rostro de Raúl Merino era el purgatorio de todas las almas juntas... Desde lejos y con la serenidad de un juez a punto de emitir sentencia, clavó la vista en su hermano menor. Tito, apretando en los puños la impotencia, esquivó la mirada y empezó a correr hacia el centro de la canchita, donde los jugadores del Lago se abrazaban y festejaban.

El destinatario de la trompada fue el Cachorro. El golpe lo tomó desprevenido y por detrás. Fue un directo a la nuca que lo dejó tirado entre las piernas de sus compañeros. Enseguida, como suele ocurrir en estos casos, se armó un remolino de hombres que buscaban resguardar al caído. La furia del menor de los Merino se estiró por unos minutos, algo menos de lo que tardó el Cachorro en recuperar el conocimiento. Y si la cosa no pasó a mayores fue porque el Gordo se metió a separar con una Bersa calibre 32 debajo del cinturón, tapada por el pliegue de su abdomen. Usted va a decir que nadie veía la culata; pero todos sabíamos que la Bersa siempre estaba ahí.

Cuatro días después de la trifulca, la noticia corrió desde temprano por toda la zona. Qué quiere que le diga, yo me la veía venir; olor a tragedia había en el aire. Aquella mañana, en los almacenes no se hablaba de otra cosa y los choferes de la 501 se empezaron a pasar el dato de colectivo en colectivo, más preocupados por la falta de un goleador que por la desgracia de la víctima. Lo habían matado al Cachorro. Su cuerpo menudo y un poco encorvado había amanecido en el zanjón oscuro de una calle de tierra, con un boquete en la cabeza, los rulos endurecidos por la sangre seca y un perro lamiéndole la herida. A unos pocos metros encontraron la barra de metal; en un extremo tenía restos del marote del Cachorro y en el otro una empuñadura hecha con páginas de Crónica.

La policía no tardó en llegar al corralón donde estaban trabajando los Merino. Los hermanos quedaron detenidos y sólo faltaba saber cuál de los dos había sido el verdugo. Después de unos días, el primero en quedar libre fue Raúl, el mayor de los paraguas. La coartada de Tito era más débil: por ser soltero no pudo justificar con quién había pasado la noche. Pero al final también tuvieron que largarlo. Según se dijo, había contado de principio a fin la película de trasnoche que pasaron por canal 7 justo a la hora en que, de acuerdo con los científicos, le estaban rompiendo la cabeza al Cachorro.

Dos meses anduvieron los policías preguntando aquí y allá. Ni ellos se tragaron la historia de que los Merino no habían participado en el crimen. Como siempre, nada se pudo aclarar: la justicia es de tranco lento cuando de pobres se trata. Y el mundo sigue andando: los campeonatos cortos de los domingos en la canchita de Lago del Bosque no se interrumpieron ni siquiera por un minuto de silencio. Los paraguayos volvieron a jugar en el equipo de La Perlita y los del Lago se las rebuscan con un ex delantero del Midland. Pero no es lo mismo. Usted me va a saber interpretar: cuando el Cachorro se mandaba al ataque era otra cosa; el pibe había mamado la esencia del potrero.

A veces creo que el que menos lo extraña es el Gordo Cepeda. Justo él que decía que lo quería como a un hijo. Le cuento algo: el domingo pasado me confesó que el negocio de las apuestas andaba fenómeno gracias a que los triunfos estaban más repartidos. Y enseguida, sin que yo abriera la boca, se justificó: “Imaginate el quilombo que se armaría si en primera ganara siempre el mismo club. Se moría el fulbo”. Me lo dijo así nomás, sin culpa. Después dio una larga pitada al cigarrillo, hizo una mueca cómplice y con sus ojos taimados volvió a seguir la jugada en la canchita. Yo, sin querer pensar demasiado, me quedé mirando el perfil del Gordo, su media sonrisa maliciosa. No quedaban dudas, sin el Cachorro nada sería lo mismo. Y escúcheme bien: fue ahí, en ese preciso momento, cuando empecé a sentir que todo estaba podrido.
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Agustín Gribodo.-